FOLGARÍA, SIN DUQUES NI HÉROES: UN VIAJE A LA MEMORIA FAMILIAR Y UNA MISIÓN CUMPLIDA

¿Cuántas historias se esconden detrás de un apellido? Esta nota cuenta un emocionante viaje hacia la historia de los ancestros, en una pequeña ciudad italiana entre las montañas

La autora de este texto, junto al cartel de la ruta que anuncia el nombre pueblo del norte de Italia.

Mi papá me decía, una y otra vez, que yo era la duquesa de Folgaría. “Tendrás que volver un día a reclamar el título”, insistía en medio de las volutas de su pipa, ante mi pequeña mirada sabihonda. El mandato paterno persistió durante décadas entre las brumas de mi propia memoria. Como diría Fernando Pessoa, viajar a la Folgaría era preciso. Pero no para reclamar una nobleza de cuento de hadas, sino para cumplir con un sueño postergado durante tres generaciones: volver. Volver a pisar suelo firme.

Pasaron muchos años desde que el abuelo Folgarait me decía que recordara, siempre, que nuestra familia era italiana, no austríaca. Para desmentirlo, sin embargo, bastaba conocer su nombre: se llamaba Ítalo Francisco José. Una combinación muy conveniente para quedar bien con los dos lados de la frontera (Italia/Austria).

Es que la Folgaría –me explicaba el abuelo cuando era una niña– es una tierra de confines. Tanto podía pertenecer al imperio austrohúngaro –de ahí el nombre Francisco José– como al reino de Italia, y por eso el primer nombre del abuelo. No importaban nada los vaivenes de la historia, me decía Ítalo Folgarait. “Recordá siempre que somos italianos”.

Entre mi padre, que insistía con el ducado, y el abuelo, que subrayaba la identidad italiana, crecí imaginando un pueblo grandioso de gente heroica. No estaba tan lejos de la verdad, descubrí. La Magnífica Comunidad de Folgaría –como se denomina la comarca desde el siglo XIII hasta hoy– sólo se reconoce en la autonomía de todos los poderes y en el bosque de abetos que la circunda. El resto es historia, guerras, leyenda.

Debo confesar que, aunque viajé bastante por el mundo y amaba las historias folgaretanas de mi padre, Italia siempre me resultó ajena. Desde el primer día en que llegué a Roma, hace más de 20 años, y salí corriendo cuando unos niños quisieron robarme, no volví a pisar la tierra de mis ancestros paternos. Las conversaciones vociferantes, el desorden callejero y la basura me recordaban demasiado a Buenos Aires. ¿Para qué sufrir?

El distante abuelo Ítalo –un dandy que quedó viudo de joven y se dedicó desde entonces al dolce far niente– había muerto durante mi adolescencia, y jamás llegué a pedirle precisiones sobre la Folgaría. Y aunque mi padre vivió muchos años más, nunca se apartó del mito del ducado y la grandiosa historia de la Folgaría. Era claro que yo tenía que volver alguna vez, pero la oportunidad nunca aparecía.

Finalmente, un viaje de trabajo me ofreció un acercamiento a Florencia. “Es ahora o nunca”, me dije, y decidí tomarme unos días más. Busqué en los mapas: la Folgaría aparecía como una zona alpina, un pueblo, o la nada misma. Muy cerca del puntito que decía Folgaría en Google Maps, dos nombres sonaban familiares: Rovereto y Trento alguna vez atravesaron las conversaciones de sobremesa. Guardé ambas palabras clave en mi corazón y seguí la búsqueda.

Abrí el “secreter” que fabricó el bisabuelo con sus propias manos y que heredé como un tesoro de madera. Sumergida en el mueble de las confidencias, busqué documentos, revolví medallas escolares, releí cartas lejanas, pero el nombre del bisabuelo se escurría tanto como los recuerdos. El Museo de los Inmigrantes, que visité conmovida, tampoco me ofreció ninguna pista.

El viaje se acercaba y yo no sabía nada más que el nombre de un lugar muy parecido a mi apellido: Folgaría. Frenéticamente, busqué en Twitter a alguna persona que habitara en esa mítica comarca y le escribí como quien tira una botella al mar. En un gesto desesperado, pedí por internet el acta de matrimonio de mis abuelos Ítalo y Julia, con la esperanza de que figurara allí el nombre del bisabuelo. Pagué el trámite, dejé el encargo a un familiar, y partí.

Ya estaba en Florencia cuando recibí la noticia de que no, no había ninguna acta matrimonial de mi abuelo Ítalo. El nombre del bisabuelo, por lo tanto, seguía siendo una incógnita. Ni siquiera sabía en qué fecha había llegado a la Argentina. Nada. Pero lo cierto es que el baile ya había empezado y llevaba muchos años practicando los pasos. Había llegado la hora de ir a la Folgaría. Compré un pasaje de tren desde Florencia a Trento, y un domingo de septiembre me embarqué en el sueño de toda la vida.

A 200 kilómetros por hora, las colinas suaves de la Toscana pronto dieron paso a acantilados abruptos. El calor florentino de fines del verano se transformó súbitamente en un frío patagónico. El aire neblinoso se tornó diáfano y los colores, filosos como cuchillos. Cuando la moderna pantalla del vagón anunció que la próxima estación sería Rovereto, decidí bajar. No hacía falta llegar a Trento, me dije, Rovereto estaba cerca. Lo sabía en mi corazón y con eso bastaba.

Fue un acto impulsivo, claro que sí. El plan original era arribar a Trento, tomar el bus 321 de las 17 horas, seguir la ruta de 30 kilómetros hasta la Folgaría a través del mapa. Pero el nombre “Rovereto” lo cambió todo de repente. Al emerger de la estación de tren, la primera sorpresa fue ver que el pueblo de mi imaginación era una ciudad moderna. Como tantas otras veces en los viajes, una desconocida me sonrió y me preguntó a dónde iba. “Folgaría”, susurré como contraseña. Y, por primera vez en mi vida, una persona desconocida reconoció perfectamente el nombre. “Es muy cerca”, dijo, señalando la gran montaña en el fondo del paisaje.

Considerando el peso de mi enorme valija –nunca pude viajar ligera, y a esta altura ya estoy resignada–, llamé a un taxi. Hassen, tunecino de inglés vacilante, enseguida confirmó que conocía la Folgaría y, por un precio razonable, negociamos el viaje de casi 20 kilómetros. Cuando el taxi empezó a zigzaguear por el camino de cornisa, busqué un ancla en la memoria. Nada anticipaba un pueblo colgado en la montaña y, mucho menos, un recorrido al borde permanente del abismo. Sólo cuando apareció un enorme cartel con el nombre de “Folgaría” recobré el ánimo. Bajé tambaleante del auto y, como había visto hacer a mi padre después de una turbulenta travesía marítima, toqué con devoción el suelo. Una inconcebible alegría se apoderó de mi cuerpo y también de eso que llaman alma. Ante el atónito taxista, miré al cielo y exclamé: “Ya llegué, papá”.

Un fulgor inesperado

El nombre Folgaría viene de “fulgor” o relámpago, lo que resulta del todo evidente en el momento en que llego al pueblo, localizado 1.168 metros por encima del nivel del mar, en el altiplano del Monte Cornetto. Los truenos bajan de la montaña hacia el valle con un vozarrón que asusta. Los relámpagos iluminan el cielo plomizo, mientras unos gotones comienzan a caer sobre el asfalto que tapiza la calle principal. La vía Roma es una cinta angosta y repleta de carteles indicadores, como si fuera posible perderse en diez cuadras.

En dialecto tedesco, Folgaría también podría derivar de villgrait o vielgereuth, algo así como “lugar de los helechos”. Fulgarida, Fulgaria, Folgaria, Folgheria, Folgreit: los nombres de la comarca se asientan de distinto modo desde el siglo XII, pero todos remiten a lo mismo: una comunidad que se reclama independiente de todos los poderes (esto es, de Venecia “la Serenissima”, del Reino de Italia, del duque de Trento, del Señor del cercano castillo Beseno o del emperador de Austria). La primera mención a la Folgaría data del 1196, pero los historiadores suponen que la organización de la aldea montañosa comenzó en el siglo IX. Hoy, las calles de la Magnífica Comunidad de Folgaría llevan nombres de héroes antifascistas y personajes “irredentos”. La libertad y la independencia son, sin duda, las dos bases que conforman el ADN folgaretano.

La segunda mitad del siglo XIX fue despiadada con los pueblos del Trentino que se ubicaban en las faldas de los Alpes. Aluviones, epidemias (viruela, cólera, pelagra) y desnutrición provocaron una creciente emigración de las aldeas montañosas. Desde 1870, alrededor de 25.000 trentinos partieron a América. Unos 20.000 se afincaron en el sur de Brasil y hoy constituyen una pujante comunidad tirolesa. Para 1890, entre 5.000 y 8.000 trentinos se habían instalado en la Argentina. ¿Estaría entre ellos mi bisabuelo? Observo la montaña boscosa de la Folgaría y no logro imaginar cómo pudo haber sobrevivido a la travesía transoceánica. Cuánta hambre, el bisabuelo.

Con 72 kilómetros cuadrados y 1.500 habitantes permanentes (3.169 personas, si se cuentan las que viven en los alrededores), Folgaría es un pueblo pequeño que no tiene nada que envidiarle a las aldeas de Heidi y La novicia rebelde. Casas pintadas en distintos colores, flores en todos los balcones, silencio sólo interrumpido por los turistas que esquían en invierno y hacen trekking en verano, cultivos en terraza y una vista del verde valle que quita el aliento y deja a las nubes por debajo de los pies.

Asentada en un altiplano que domina el valle del río Cavallo y bañada por torrentes que bajan de los tres picos montañosos circundantes, la Folgaría hoy muestra una alta calidad de vida, con muy poco desempleo y varios hoteles que atienden al turismo masivo, que ha hecho de las pistas de esquí un lugar privilegiado para las vacaciones familiares. Salvo el café, nada luce italiano aquí. El carácter folgaretano se parece más al bávaro que al romano: reconcentrado, estoico y pulcro en lugar de expansivo y amante de los placeres de la vida. En Folgaría no mandan las pastas ni la pizza sino el strudel y el speck.

Reconstrucción de la memoria

Instalada en un moderno hotel que hasta tiene spa y juegos para niños –el Luna Bianca, construido en el lugar de la antigua pensión Giulia-, me siento un poco confundida: la aldea alpina que veo no coincide con las huellas de la memoria, pero las voces del abuelo y de papá me dicen que sí, estoy en casa.

Los primeros habitantes de la Folgaría parecen haber sido longobardos. Una segunda ola migratoria provino de Roma (la ciudad de Trento o Tridentum, la más importante del norte de Italia, fue fundada en el 49 a.C.), mientras que la tercera colonización tuvo el definitivo sello “tedesco-cimbra” o germánico. A pesar de la insistencia italiana de mi abuelo, debo reconocer que la inmigración terciaria de origen bavario, que se produjo a partir del siglo XI, es la que primó en la Folgaría. Fueron estos campesinos, leñadores, carpinteros, carboneros y pastores los que darían lugar a la Magnífica Comunidad de Folgaría, con su asamblea popular y su fobia al poder externo.

“Gracias, Twitter”, pienso cuando llego a la oficina de Turismo de la Folgaría. Abierta a pesar de ser un domingo de temporada baja, el local de piedra y madera – tan parecido a las construcciones de Bariloche- me recibe con folletos, mapas y todas las señales del marketing moderno. Pregunto por Michael Rech, el director de Turismo que encontré gracias a la red social del pajarito y con el que vengo intercambiando mails. El funcionario no está, claro, es feriado. A la media hora, sin embargo, recibo un whatsapp de Michael confirmando una reunión al día siguiente. El profesionalismo y la eficacia me asombran. Esto, ciertamente, no parece Italia.

Con apenas 29 años, vestimenta deportiva y un apellido de larga prosapia en la Folgaría, Michael Rech luce como un emprendedor de Silicon Valley. Algo de eso hay. Gracias al esfuerzo de Michael y la nueva generación folgaretana, el pueblo se transformó en un destino turístico que recibe dos millones de visitantes cada año. El hijo de la turista inglesa y el instructor de esquí italiano es uno de los personajes más populares de la Folgaría, al punto de que le permiten manejar un presupuesto anual de 2,5 millones de euros para promover las fabulosas pistas de ski y los senderos que rodean al pueblo. “La clave es que controlamos el 90% de los impuestos desde aquí. Ningún político de Roma decide en qué invertimos nuestros euros, no hay mafias ni crimen en la Folgaría”, se enorgullece el joven director de Turismo, cuya familia es propietaria de dos restaurantes a orillas de las pistas de esquí.

Será Michael quien primero se anime, con extrema delicadeza y un inglés impecable, a decirme que Folgarait no es un apellido de la Folgaría. ¿Cómo? Empiezo a entrever un malentendido. Otro, debería decir. No sólo se trata de la inexistencia de un título de nobleza. También hay que aceptar que el listado de los apellidos (“cognomes”) del pueblo es limitado: hay Rech, Mittempergher, Larcher, Guglielmo, Gabriele, Valle, Alberti y otros. Pero Folgarait, ninguno.

Consulto el modernísimo archivo de la Municipalidad. Nada. Le toco el timbre al párroco para que repase los antiguos libros de bautismo, algo que hace con un rictus amargo, acaso presintiendo que es inútil. Reviso cada lápida del cementerio en la ladera de la montaña. Ningún Folgarait a la vista.

Todas las personas con las que intento comunicarme me explican lo mismo: se les decía “Folgarait (er)” a las personas que emigraban de la Folgaría. Tal vez mi bisabuelo tenía otro apellido y cuando llegó a la Argentina simplemente se identificó a sí mismo como “Folgarait”, y chau genealogía. O, quizás, mi bisabuelo no era de la Folgaría sino de Terragnolo, un pueblito a 10 kilómetros que no forma parte de la Magnífica Comunidad pero donde todos –las voces subrayan “todos”- se llaman Folgarait.

Me niego a creerlo, son años y años de escuchar historias de la Folgaría. ¿Quién podrá ayudarme? Veo la biblioteca del pueblo abierta y recobro la esperanza. ¿Dónde sino entre los libros podré encontrar la respuesta a mi búsqueda?

Tiziano Togni, el bibliotecario, no habla una palabra de inglés ni de español; sólo italiano y tedesco, que son los idiomas obligatorios en la escuela de Folgaría. Pero Tiziano es un admirador de Cuba y un buen bailarín de salsa, me informa. Una mención al Che Guevara me gana su simpatía de inmediato. Aunque no entendemos ni una palabra de lo que dice el otro, Tiziano se convierte en mi aliado. Durante los siguientes días, los frecuentadores de la biblioteca – 80 años en promedio- me armarán un refugio de libros de historia, atlas orográficos, café intenso, pastafrola y obleas de chocolate (“son de origen napolitano, pero fabricadas en Folgaría”, aclara con honestidad intelectual el bibliotecario). Incluso buscarán por teléfono a un archivista de Trento que hable inglés para que confirme la peor sospecha. Durante la Primera Guerra Mundial, la Folgaría fue uno de los frentes de batalla. No sólo se perdieron miles de vidas jóvenes, sino que también desaparecieron gran parte de los archivos de nacimientos entre 1880 y 1900. “No se desanime”, me dice el archivista trentino antes de cortar la comunicación. “Si encuentra un nombre o una fecha precisa, mándenos un mail y seguiremos buscando”.

Folgarait, mucho gusto

Decido pedirle un último favor a Michael: ir a Terragnolo, el pueblito cercano donde todos conocen a un Folgarait. El director de Turismo sonríe y acepta el desafío con la condición de ir bien temprano.

El día previo al viaje reúno fuerzas probando todos los platos típicos de la Folgaría. El queso vezzena (parecido al parmeggiano) y el speck (fiambre de cerdo ahumado) compiten con la torta de chocolate por el primer premio en mi solitaria degustación. A las 7 de la mañana, después de una noche de insomnio, estoy lista para enfrentarme al destino.

El jeep de Michael parece perfecto para desandar los caminos hacia el Valle de Terragnolo en medio de una tormenta de lluvia y nieve. Tras la enésima curva que Michael sortea con maestría congénita, aparece la cúpula de una modesta iglesia. Bajo el diluvio, tiritando, vislumbro unas pocas casas viejas y un edificio bien conservado. “Te espera el intendente”, anuncia Michael. Ya no distingo la lluvia de las lágrimas.

Nueva sorpresa: el intendente de Terragnolo parece más un hipster que un funcionario municipal. Con una gran sonrisa, el joven de 31 años que fue electo por los 700 habitantes del pueblo hace dos años me recibe vestido con jeans en un auditorio que brilla por la limpieza. Sobre una larga mesa, Lorenzo Galletti despliega mapas antiguos y explica, como un general, el movimiento de las fronteras entre el Reino de Italia, la República del Véneto y el Imperio Austrohúngaro a lo largo de los siglos. Recuerda a los primeros mineros de Bavaria que llegaron a la zona en busca de plata (la palabra argento me lleva de inmediato a la Argentina, claro). Describe la evacuación impuesta a mujeres y niños durante la Primera Guerra Mundial y su reclusión en campos austríacos. Rememora la extrema pobreza que empujó a los habitantes de Terragnolo hacia el sur de América a mediados del siglo XIX. Confirma, finalmente, lo que todos decían en la Folgaría: Folgarait es uno de los apellidos principales de Terragnolo. “Aquí todos se llaman Folgarait”, ríe el intendente, mientras el viceintendente asiente, taciturno, a su lado.

“Si eso es cierto, muéstrenme a un Folgarait”, retruco. En menos de cinco minutos, un hosco guardabosques –chaqueta y pantalón verde con múltiples bolsillos, cuerpo fornido de mediana estatura– entra por la puerta del salón. Al mismo tiempo, los dos extendemos la mano para saludarnos. Y, al unísono, decimos:

–Folgarait, mucho gusto.

Es entonces que comprendo que el viaje terminó. Importa poco que Massimo Folgarait, el guardabosques, se oculte tras un silencio montañoso. Tampoco interesa ya el verdadero nombre del bisabuelo, ni la fecha del viaje a la Argentina, ni el ducado de la Folgaría. Pienso en el nombre de mi papá, Julio César, y en el de mi abuelo, Ítalo Francisco José. Pienso en que ya no hará falta elegir apelativos grandilocuentes para que los hijos recuerden un mítico pasado heroico. Alejandra es el último nombre de un linaje que quiso mantenerse magnífico en la memoria. Ya está.

Ya no soy la Gretel que busca las migajas perdidas en un bosque amenazante. Encontré a la familia, el suelo ha dejado de moverse. “Que llueva, que llueva, los Folgarait están en la cueva”, canturreo, mientras vuelvo a casa. Misión cumplida.

  • Fuente: Infobae
  • Autor: Alejandra Folgarait
  • Fecha: 24/12/2017
  • Nota A3

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