ANÉCDOTAS DE INMIGRANTES EN LA PAMPA GRINGA / PORQUE SAN FRANCISCO
Relatos de San Francisco, de aquella época en que no existían teléfonos inteligentes para fotografiar o redes sociales para escribir y compartir.
Era un día de fines de febrero de 1941, plomizo y sofocante. Empezó a garuar finito, y la gramilla, a despedir su aroma a verde fresco. A todos les preocupaba que se empapara el colchón sobre el techo del lustroso Ford 40 de don Ángel Godino, amigo de la familia.
Mi papá, con 12 años radiantes, de pantaloncitos cortos y engominado hacia la derecha, estaba a minutos de subirse al auto. Mis nonos, Juan Félix Trotti y Jacinta Forno –la nona Chinta–, lo habían anotado como pupilo en el Instituto Sagrado Corazón de los Hermanos Maristas, de San Francisco. Les costaría mucho, pero se sacrificarían, porque mi papá había terminado en la escuela estatal 483 de Colonia Eustolia con el mejor promedio de quinto y último grado y, en aritmética, no se recordaba un alumno así desde que Rodolfo Brühl había fundado la comuna en 1888. La maestra les venía insistiendo que el futuro del flaquito Livio estaba en los números, y no como boyero en el tambo. Apuntaba para perito mercantil, “y ojalá para algo más”.
Todos estaban ansiosos por la despedida. De repente, mi nona Chinta estalló en gritos como llorona de velorio. No quería desprenderse de su benjamín, 11 años menor que los mellizos Emilio y Lucho y 13 menos que Rosita. Quizás lo sobreprotegía porque había llegado “por accidente” y con algunos sustos, a sus 36 años, en una clínica del pueblo Sastre, el 27 de enero de 1929. Su impulso repentino tenía una justificación profunda. A sus 48 años, nacida en 1892 en Eustolia, temía que se prolongara su tragedia si mi papá abandonaba el nido. Su primer esposo había muerto tragado por una máquina cosechadora que tiñó los trigales de un rojo ruidoso, lo que le perforó por años la memoria.
Mi nono Juan Félix la abrazó fuerte para contenerla, pero ella no pudo ni quiso contenerse. Pretendía el escarmiento.
–I von a meuri (me voy a morir) –chilló mi nona en un piamontés duro–. ¿Përchè a dev d’andesse via? (¡¿por qué se tiene que ir?!)
–Porca vaca, as va nen an sla luna, mach a eut leghe da sì (vaca puerca, no se va a la Luna; solo a ocho leguas de distancia) –le respondió mi nono.
–I pairo pa pi, I pairo pa pi (no puedo más, no puedo más) –gritó–; i tornerai mai pi a vëdlo (no lo voy a ver nunca más).
–¡Calé giù ‘l matarass! (¡bajen el colchón!) –sentenció mi nono resignado, pensando que así evitaría el martirio de los próximos días–; ch’a resta ant lë stabi (que se quede en el tambo).
Mi papá no pataleó. Salió disparado hacia atrás de la casa, con la pelota de cuero gastado bajo el brazo. Se quedó mirando cómo se alejaba el auto de Godino en dirección a San Francisco, vio que la polvareda quedaba suspendida y escuchó su corazón galopar a mil por hora. Se sintió raro, oprimido y al mismo tiempo aliviado. Quería irse, pero quedarse; le atemorizaba irse lejos y solo.
Recién por la noche se dio cuenta de que el campo era su destino. Lloró debajo de las cobijas, apretado y en silencio, hasta dormirse. Por dos días no probó bocado y se desahogó tirándole con la gomera a todo lo que se movía: vacas, gallinas, gorriones, torcazas…
Tres madrugadas más tarde, mi nono lo llevó a ordeñar. Menos enojado, aunque todavía triste, mi papá se juró a sí mismo que algún día se iría a vivir a San Francisco.
–Papi esto no me gusta –le dijo, esquivando terrones de bosta y barro seco.
–Te vas a acostumbrar. Los Trotti siempre fuimos de campo.
–Pero el nono también se fue –le respondió mi papá, evocándole las historias que le contaba sobre el nono Carlo Giovanni, que había llegado de Italia en 1881.
Mi nono le pegó una palmadita suave en la cabeza y le hizo seña que siguiera ordeñando; la vaca esperaba y el sol ya estaba por despertar.
La historia de los Trotti tuvo al campo como destino, desde épocas remotas en Italia hasta las primeras décadas en Argentina. El nono Juan Félix, nacido en 1889 en el campo en Felicia, había comprado una chacra de varias hectáreas en Eustolia, que incluía una casona y un bar de ladrillos rojos que llegaban hasta el cielo. La pudo comprar tras hacer su agosto como capataz de peones en los alrededores de Sastre, en un año de cosecha récord.
Mis bisabuelos, Carlo Giovanni Trotti e Isabella Marnelli, inmigraron de jovencitos desde Castellazzo Bormida, provincia de Alessandria, región del Piamonte italiano. Llegaron al Puerto de Buenos Aires con 22 y 20 años y el dolor de haber perdido a un recién nacido, pero gozosos de que Sebastián se mecía entre las aguas del vientre y del mar. Sería su primer hijo y nacería en la tierra prometida.
Se afincaron en una zona tambera cercana a San Antonio, en la provincia de Santa Fe, como muchos “gringos” que llegaron a borbotones para trabajar como golondrinas en los campos. Habían abandonado una Italia ya unida, después de tantas guerras ancestrales, pero todavía consumida por la corrupción, las pestes y la miseria.
Carlo Giovanni murió el 4 de junio de 1942 en San Antonio. Tenía 83 años, y un derrame cerebral masivo no lo perdonó. Murió tranquilo, bendecido por un nuevo país y con una familia numerosa de nueve hijos. Solo le quedó un pendiente: construir una capilla con el nombre de la iglesia Santi Carlo e Anna de Castellazzo Bormida, donde se había casado y fue bautizado, ofrenda que muchos piamonteses supieron regar por los campos en gratitud. Su orgullo también obedecía a que aquella iglesia de ladrillos rojos de aspectos romanos fue construida en 1631 gracias a la volontá testamentale di Maddalena Trotti, una de las antepasadas.
Cien años exactos después de su travesía, en 1981, mi hermano Gerardo visitó Castellazzo Bormida. Curioso por su pasado, durmiendo en los claustros de la parrocchia Santi Carlo e Anna y visitando la biblioteca de Alessandria, desenterró actas de nacimiento, casamiento y defunciones, con lo cual dio vida a 10 generaciones de Trotti campesinos, hasta dar con el patriarca, Paolo, nacido en 1500. Por unos eslabones perdidos, no pudo llegar hasta los primeros Trottus, Trotta o Trotte del siglo 10, cuando las iglesias transformaron rasgos y apodos en apellidos. Seguramente habían sido gente de a caballo.
Muchos ancestros rompieron la tradición por el campo. Mi papá, uno de ellos. Cumplió con su promesa de ir a vivir a San Francisco 16 años después del berrinche de la nona Chinta.
Era el 29 de agosto de 1957. También un día plomizo y de garúa finita, como en 1941. El Ford 48 coupé, negro flamante, esta vez pertenecía al amigo de mi nono, don Tarico, que se prestó para la mudanza. Tres serían los pasajeros, y sobre el techo del auto había dos colchones, uno de dos plazas. Mi papá, de 28 años; mi mamá, recién cumplidos los 29, y Gerardo, de algo más de tres, que hizo todo el viaje a upa de mi mamá. En realidad, eran cuatro pasajeros. Mi mamá sentó a su lado a su “amiga más querida”, la Virgen del Rosario de Nueva Pompeya, una lámina enmarcada en dorado que la acompañaba desde que era una niña y asistía a la capilla con ese nombre en Clucellas, donde nació el 2 de agosto de 1928.
Después de 45 minutos de ansiedad y polvo, llegaron a San Francisco con sol radiante, presagio de una decisión bien tomada. Atrás quedaban cuatro años de Eustolia, donde vivieron con los nonos desde que se habían casado el 11 de abril de 1953.
Antes del casorio, noviaron por cuatro años a la distancia. Se conocieron en un baile de la Sociedad Italiana en Estación Clucellas, a medio camino entre Colonia Eustolia y Plaza Clucellas. Mi mamá fue al baile con sus amigas del alma, sus primas hermanas Elsa, Vilma y Delma, con quienes se había criado en el campo. Mi papá fue con sus amigos inseparables, los hermanos Juan e Hilario Rufino.
Bailaron toda la noche. Mi papá fanfarroneó diciéndole que era de Rosario, que se había probado en Newells’s Old Boys y pensó que lo sospecharía con estudio y dinero. Ella picó el anzuelo. Un par de bailes después, mi papá, embobado, confesó el engaño. Solo interrumpiría las visitas cuando las lluvias tornaban intransitables los 20 kilómetros de distancia. Llegaba a Plaza Clucellas con el bien cuidado Ford A de su papá, para la envidia de los vecinos. Cansado de llegar a las madrugadas directo de los bailes al tambo, mi nono le concedió que empezara a atender el bar y olvidara el ordeñe.
Presionada por cuatro años de espera, pero sobre todo por sus primas y por su papá, mi mamá le puso el ultimátum. Mi papá no tuvo escapatoria y pidió la mano. Mis nonos, José Miguel Trossero y Antonia Arnoldt de Trossero, asintieron. Pensaron que era buen partido, conocían a los Trotti y a las Forno como a todo el mundo a varios pueblos a la redonda: “Es buen chico, pintón, trabajador y descendiente de piamonteses”.
Así como los Trotti, los Trossero también provenían del Piamonte, pero de Pinerolo, al sur de Turín. Mi nono José Miguel nació el 13 de junio de 1895 en Colonia Clucellas, poco después de que su padre y otros parientes llegaran a la Argentina. Mi nona Antonia nació el 6 de noviembre de 1894 en el cantón francoalemán de Valais, en el sur de Suiza. Llegó a la Argentina ocho años, después de la mano de su mamá, Catalina Schmitz; su papá Juan había muerto tiempo antes de subir al barco.
En San Francisco
Apenas instalados en la esquina de Iturraspe y Perú, lugar que hasta ese momento existía la despensa de los Mensa –a quienes mis padres le compraron la llave y de quienes heredaron la clientela–, el primer acto fue entronizar la imagen de la Virgen del Rosario de Nueva Pompeya, la virgen de los casos difíciles. La colocaron en el salón sobre la puerta que iba al patio. “Para que la vean todos y ella nos cuide”, ordenó mi mamá.
Aquella imagen de su madonna traída de Clucellas también había engalanado el bar en Eustolia. Se distinguía entre medio de trofeos y banderines amarillo y negro del equipo de fútbol comunal y fotos de formaciones varias, y una de mi papá agachado, balón en mano, con un epígrafe que lo destacaba como el wing derecho más goleador y gambeteador de la temporada 1949-1950. “Yo no lo escribí”, se defendía.
Minutos antes de subir al auto de don Tarico aquel 29 de agosto de 1957 –exactamente un año antes de que yo naciera en San Francisco– mi nono Juan Félix, siempre de camisa larga y sombrero de felpa negra para defenderse del sol, y con el brazo sobre los hombros de la nona Chinta, volvió a la carga sobre mi papá.
–Prometeme que volverás.
–Viejo, siempre. Lo mismo te contesté cuando mami armó la pataleta –le dijo, pero mirándola a ella con una mueca cómplice–. ¿Por qué no voy a regresar?
–Livio, no me entendés. No es por vos ni por la Tota –le dijo mi nono–, es por el Gerardito. Hace tres meses que esta llora y llora todas las noches.
Mi nona Chinta, ante la vergüenza de que le desnudaran su debilidad en público, reaccionó con una frase que habitualmente la usaba contra el nono: “Sta ciuto! (¡Cállate la boca!)”.
Mi papá lo apretó fuerte con un abrazo largo y profundo, que dijo mucho. Se iba, estaba contento y con esperanza, pero también tenía miedo e incertidumbre. Le dolía el cuerpo y el alma, y aunque ni era remotamente la travesía que había emprendido su nono Carlo Giovanni, igualmente experimentaba aquella dualidad emocional del que deja lo suyo.
No se llevaba mucho de su Eustolia. Un par de valijas rebalsadas, el traje y el vestido de casamiento, unas fotos para no olvidar, pocas chucherías de cocina y varios rasgos y gestos marca Trotti: nariz grande con quiebre en el tabique, cabeza levantada como mirando por arriba del horizonte, cejas cortas poco pobladas siempre sorprendidas, y una tosecita carrasposa con la que iniciaba cualquier conversación. De los Forno de mi nona Chinta, heredó un gesto de visera con la mano para tapar el sol, una postura de paciente espera con pies a las 10 y 10, y unos brazos en jarra con los puños sobre los riñones. Y también un carácter piamontés fuerte y gruñón de la nona que se complementaba con la calidez de un nono bonachón de pocas palabras.
Cuando habían resuelto salir de Eustolia en busca de su tierra prometida, San Francisco estaba predestinado por mi papá. Sin embargo, mi mamá también tiraba por Rafaela donde vivían su hermano Octavio, y Ángela, la mayor de sus hermanas. Cualquiera de las dos ciudades invitaba a un mejor futuro que sentían incierto y esquivo en el campo. Mi mamá finalmente apoyó la decisión de mi papá: “¿Sabés qué? Prefiero que estemos aislados por un tiempo”.
Cuando decidieron transformar la despensa a “Bar Nueva Pompeya”, mi mamá quedó sola frente al negocio y, sin mucha experiencia para atender una clientela que sería superior a la de Eustolia, no tuvo otra que encomendarse a la Virgen. Le puso unas ramitas de olivo al cuadro sobre la puerta y guardó una estampita debajo del mostrador principal, en la que se leía: “Si quieres alguna gracia, recurre siempre a Mí, porque yo soy tu Madre”.
Un día difícil, de esos habituales en el bar, en momentos en que mi mamá necesitaba alguna gracia y no encontraba la estampita, me mandó a buscarla a su mesita de luz.
La encontré, pero no estaba sobre la mesita sino dentro del cajón, debajo de una cajita de alhajas y junto a una libretita amarillo chillón que me gritó por atención. Nunca la había visto. Era como la libretita roja del fiado y la azul con las recetas de cocina, pero desorganizada y desprolija. Estaba llena de estampitas, oraciones, aniversarios, garabatos. Y, sobre todo, me sorprendió una carta doblada en dos en cuyo doblez se leía en tinta corrida: “El anónimo”.
Justo cuando estaba a punto de abrir el misterio, mi mamá se me apareció por atrás.
–¡Qué estás haciendo, Nenucho! –exclamó brusca.
–Vine a buscarte la virgencita.
–Esa no es la estampita. Salí de acá. Jurame que no le vas a decir a nadie.
–No vi nada. Te lo juro.
–Por Dios.
–Te lo juro por Dios.
–Y cuidadito que le cuentes a papi o tu hermano –me ordenó, mientras con la palma sobre mi espalda me fue invitando hacia afuera del dormitorio.
Al salir, vi de reojo que mi mamá puso su libretita a salvo, escondiéndola en un cajón del ropero debajo de su ropa íntima.
Por mucho tiempo me pregunté si en el contenido de aquel “anónimo” no estaría la razón que influyó para que eligieran San Francisco. O si tenía que ver con el “prefiero que estemos aislados”, frase que mi papá simuló no haberle prestado atención.
Agradecimientos a quienes me ayudaron a construir este capítulo:
A mi hermano, por haber construido el árbol genealógico de los Trotti; por sus horas en mejorar fotos y por haber retratado a la familia, en aquella época, con dibujos y pinturas.
A mis primos Marta y Raúl Trossero y su esposa Adriana Zurbriggen, así como a mi prima Raquelita Trotti, quienes me aportaron datos, fotos, documentos y recuerdos que seguiré desgranando en próximos capítulos.
A mi esposa Graciela, por su siempre excelente crítica y por haber sido amiga íntima de mi mamá.
A la traductora Alejandra Gaido, de Las Varillas, que permitió el diálogo de mis nonos en piamontés. Y a José Luis Vaira, presidente de la Asociación Civil Familia Piemontesa de San Francisco, Córdoba.
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